Nairobi, 15 oct (EFE).- Asad nació entre chabolas de plásticos y palos que se alzan en pleno desierto en el norte de Kenia. Creció en Dadaab, el campamento de refugiados más grande del mundo, y, 25 años después, le obligan a volver a Somalia, un país del que su familia huyó por una guerra que continúa a día de hoy.

A seis semanas de que se cumpla el plazo fijado por el Gobierno para desmantelar el campamento por "cuestiones de seguridad", organizaciones como Médicos Sin Fronteras (MSF) se oponen y critican el programa de repatriaciones a priori voluntarias que Kenia y la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) han puesto en marcha.

Según una encuesta realizada por MSF, ocho de cada diez refugiados aseguran no querer volver a Somalia. Tienen miedo de la falta de asistencia sanitaria, la violencia sexual y el reclutamiento forzado por parte de grupos yihadistas como Al Shabab, filial de Al Qaeda.

"Enviar de vuelta a estas personas en estas condiciones es inhumano e irresponsable", lamenta a Efe la coordinadora general de MSF en Kenia, Liesbeth Aelbrecht, que recuerda que Somalia no está lista para acogerlos porque, actualmente, tiene 1,1 millones desplazados internos y 900.000 refugiados en países vecinos.

Como primer paso para el cierre, Kenia y ACNUR pretenden reducir a la mitad el campamento antes de finales de año con repatriaciones voluntarias, pero varias organizaciones internacionales ya han denunciado que estas devoluciones no cumplen con la normativa internacional.

Los refugiados han denunciado intimidación por parte de las autoridades, el silencio sobre las alternativas que les permitirían quedarse en Kenia y la falta de información sobre la situación en Somalia. Además, perderán una donación en efectivo de 400 dólares de la ONU si no abandonan ahora el campamento.

La madre de Asad llegó a Dadaab en 1991, cuando miles de somalís empezaron a huir hacia la vecina Kenia debido al conflicto armado y la crisis alimentaria que azotaban el sur del país, y allí dio a luz a sus tres hijos.

"Es mi casa. Nací allí", asegura Asad cuando habla del campamento de refugiados más grande del mundo, que acoge a más de 300.000 somalís.

"Los refugiados no podemos trabajar, construir, viajar... Pero al menos hemos recibido educación", explica el joven en Nairobi, donde MSF ha organizado una exposición fotográfica en la que narra cómo es la vida en Dadaab, donde muchos han nacido y para los que este asentamiento es su único hogar, porque no tienen dónde volver.

Aunque todos coinciden en que el campo de refugiados no es la mejor solución para una crisis que se prolonga durante décadas, insisten en que al menos allí la asistencia humanitaria está garantizada. Al otro lado de la frontera, en Somalia, ni existe.

Aelbrecht explica que una de las mayores preocupaciones es saber qué pasará tras el cierre con los pacientes crónicos -que tendrán que interrumpir su tratamiento-, las mujeres embarazadas o los niños, que no podrán ser vacunados.

"Dadaab no es un camino de rosas, pero sí el paraíso comparado con Somalia", asegura un refugiado en un informe de MSF, donde muchos explican que la disyuntiva entre quedarse en Kenia o volver a Somalia es como una dura elección entre la vida y la muerte.

Por eso, reiteran en la necesidad de plantear otras soluciones a largo plazo para los habitantes de Dadaab, como su integración en comunidades kenianas o su reubicación a zonas más seguras.

Ante el inminente cierre, cientos de miles de refugiados viven atemorizados por la posibilidad de volver a Somalia, un país devastado por la guerra y donde los yihadistas controlan grandes extensiones de territorio en el sur y el centro.

Si finalmente tienen que volver a cruzar la frontera de la que huyeron hace décadas, "supondrá otra mancha en la protección de los refugiados a nivel mundial", advierte MSF.