Guatemala, 28 nov (EFE).- En el hospital Roosevelt, el más importante de Guatemala, apenas hay suministros de suero para un mes y pañales de adulto para menos de una semana. La crisis de desabastecimiento que afecta desde hace días al sistema sanitario guatemalteco se cobra ya sus primeras víctimas: los pacientes.
Minutos después de las once de la mañana, una enfermera de uniforme azul, desteñido ya por los lavados, se acerca a los bancos de madera en los que se atiende a los pacientes venidos del interior del país.
Cuando termina de hablar, un joven, con la cara enrojecida, rompe a llorar: su padre acaba de morir.
Hace días que las familias más pobres del país, a menudo indígenas, no pueden hacer frente a los gastos médicos que requiere el tratamiento de sus seres queridos.
Cuando los hospitales se quedaron sin suministros a causa de la deuda que arrastran con los proveedores, los galenos pidieron a las familias que adquirieran los medicamentos que necesitaban para atender a los pacientes. Hoy, muchos ya no pueden pagar más.
"Mi sobrino ingresó hace una semana con un problema en la cabeza, lo operaron y tuvo una infección. Mi hermana ya no puede pagar más las medicinas que precisa", relató a Efe Estela Vahíl, quien no pierde de vista las puertas por las que salen los médicos. Espera malas noticias.
Hace casi 20 días que las consultas externas del hospital Roosevelt permanecen cerradas por falta de insumos: 28 medicamentos básicos están ya agotados a causa de la deuda de 120 millones de quetzales (15,7 millones de dólares) que el centro mantiene con sus proveedores.
Solo para terminar el año, el hospital necesitaría unos 60 millones de quetzales (unos 7,8 millones de dólares).
"Desde septiembre de 2014 estamos en una situación de colapso total", aseguró el doctor Cáceres, portavoz de la plataforma en defensa de la sanidad pública que esta misma semana convirtió el centro de la capital en un "grito desesperado".
En el hospital San Juan de Dios, el otro gran nosocomio de la ciudad, el desabastecimiento es igual de dramático: solo hay una máquina de rayos, una ascensor en funcionamiento y un kit de diálisis.
"Tenemos que elegir a qué pacientes suministrar los medicamentos. Estamos jugando a dioses, eso no puede ser", lamentó Cáceres.
Desde 2008, cuando se decretó por ley la gratuidad universal de la sanidad en Guatemala, el país se ha enfrentado a crisis sanitarias periódicas motivadas por la deficiente financiación del sistema de salud, al cual se destina desde hace doce años entre el 1,1 y el 1,2 por ciento del PIB.
"Para sostener la universalidad del sistema tendríamos que estar alrededor del 6 por ciento del PIB", aseguró en una entrevista a Efe esta semana el ministro de Salud, Mariano Rayo, quien reconoció que el actual modelo sanitario del país está secuestrado por la corrupción de las grandes empresas proveedoras a las que tilda de "mercaderes de la salud".
"El paciente aspira a que todo sea gratis, pero lo gratis no le cubre el abastecimiento, así que le dan la receta y con esta se va a la esquina -a comprar los medicamentos- con sobreprecios de 300 y 400 %. A las afueras del hospital de Antigua Guatemala venden un kit de parto por 300 quetzales (39 dólares), cuyo costo -real- sería de unos 80 quetzales (10 dólares)", relató el ministro.
Coaptado por la corrupción endémica, el nepotismo y las cuitas internas, el sistema sanitario guatemalteco pierde cada día nuevos pacientes: hasta 1.700 personas dejan de acudir diariamente a las consultas del Roosevelt.
Saben que, aunque lo hagan, no habrá antibióticos ni fármacos para la mayoría de las enfermedades crónicas.
"Estamos operando con material que tiene más de 10 años de uso", exclamó el doctor Cáceres.
El desabastecimiento, aseguró a Efe el director del hospital San Juan de Dios, Juan Figueroa, es un "problema crónico" que ahora "se está volviendo crítico".
"El hospital necesita, sin contar sueldos, 18 millones de quetzales (2,3 millones de dólares) mensuales cuando solo recibimos 5 millones (655.000 dólares)", enfatizó.
En los pasadizos húmedos del Roosevelt, Odilia, de 53 años, arrastra su cuerpo cansado hasta el dispensario. Camina despacio, tiene un problema en una pierna pero está resignada, aún no lo han diagnosticado y sabe que su medicina no estará allí.